En los últimos años, la conversación gastronómica en México ha girado hacia la sostenibilidad, la trazabilidad y la relación entre cocina y territorio. Dentro de esta ola, un concepto llama la atención por su radicalidad práctica: los restaurantes “kilómetro cero”, aquellos que se comprometen a cocinar exclusivamente —o casi exclusivamente— con ingredientes obtenidos en un radio máximo de 10 kilómetros. Lejos de ser una moda pasajera, se trata de una filosofía culinaria exigente que obliga a repensar toda la cadena productiva, desde la siembra hasta el plato final.
El principio es simple: reducir la huella de carbono y, al mismo tiempo, potenciar sabores que reflejen el ecosistema inmediato. La ejecución, sin embargo, es un reto logístico considerable. Para lograrlo, muchos de estos restaurantes establecen acuerdos directos con pequeños agricultores, huertos familiares, cooperativas locales y productores artesanales. En zonas rurales, esto puede incluir queseros de rancho, recolectores de hongos, criadores de gallinas de libre pastoreo o parcelas comunitarias que producen verduras de temporal. En entornos urbanos, el esfuerzo se desplaza hacia huertos urbanos, azoteas verdes, granjas hidropónicas y productores suburbanos que pueden garantizar entregas diarias.
La temporalidad manda. En un restaurante de kilómetro cero no existe la carta fija: los menús se transforman semana a semana —y a veces día a día— según lo que el entorno produce. Si llegó más flor de calabaza, se convierte en el eje del menú; si hubo buena cosecha de quelites, las guarniciones se rediseñan; si la lluvia favoreció las setas, entonces los hongos toman el protagonismo. Este carácter cambiante genera una cocina viva, donde la creatividad se vuelve indispensable.
La estacionalidad también obliga a técnicas de conservación que habían quedado rezagadas por la globalización culinaria. Muchos proyectos recurren a encurtidos, fermentados, deshidratados, macerados y curados que prolongan la vida útil de ingredientes locales sin perder identidad sensorial. Esto no solo evita desperdicios, sino que amplía la paleta gastronómica con sabores únicos.
El impacto social es otro pilar. Al trabajar con proveedores cercanos, estos restaurantes fortalecen microeconomías y revalorizan oficios agrícolas. En varias regiones, los chefs colaboran con agricultores para planificar cultivos específicos que respondan a las necesidades del menú. Así surgen variedades de jitomate criollo recuperadas, maíces nativos poco comercializados o hierbas locales que rara vez llegan a los mercados formales.
Curiosamente, el modelo también desafía la noción tradicional de lujo gastronómico. Aunque muchos asocian lo exclusivo con ingredientes importados, el kilómetro cero invierte la lógica: lo más valioso es aquello que proviene de la tierra cercana. En lugar de foie gras o trufas europeas, el lujo se encuentra en un hongo silvestre recién recolectado, en una miel de abejas nativas, en un queso de leche cruda hecho a unos pasos de la cocina.
A nivel ambiental, los beneficios son evidentes: reducción de transportes, mayor frescura, menor consumo energético y menos empaques. Pero también existe un beneficio emocional. Comer en un restaurante de proximidad es una forma de reconectar con el territorio, de saborear un paisaje en su expresión más directa. Cada plato cuenta la historia de un campo cercano, de manos que siembran, de ciclos naturales que dictan el ritmo.
La filosofía del kilómetro cero no es fácil de sostener. Exige disciplina, logística y un compromiso real con la comunidad. Sin embargo, cada vez más chefs mexicanos la adoptan porque entienden que la cocina del futuro no necesariamente se construye con ingredientes exóticos, sino con una relación profunda —y responsable— con lo que ocurre en un radio de 10 kilómetros.
